
En medio de la tranquila calle Cerbuna, Antígona parece el tipo de librería traída de otro tiempo, tal vez de una ciudad imaginada. Da gusto entrar a un lugar donde aprendes que cada página huele distinto y donde los libreros te hablan de Dante mientras hacen caja.
En una tarde, descubres libros de poesía con los bordes amarillos y flores entre las páginas, épica en edición de bolsillo, antologías para todos los gustos, cuentos que nunca te contaron, novelas que desearías haber escrito, Hamlet y otros dramas por los que vale la pena entender el inglés. Todo ello y más, dispuesto en columnas, sobre una mesa, medio ocultos en estantes, apretados y haciéndose sombra, buscándonos. Hay días que paso directamente a la parte de atrás, donde viven todos los hombres ilustrados y todos los monstruos que hacen reír a esos niños que apenas duermen y andan todo el día haciendo preguntas. A veces, sólo cuando estoy en la parte de atrás de Antígona, tengo la sensación de que el libro es uno de los juegos más raros que jamás se inventaron, también uno de los más antiguos, y sin duda uno de los mejores.
Me gusta entrar en Antígona y caer inmediatamente en la rutina de tirar de lomos, buscar los títulos que se ocultan debajo de otros, leer páginas sueltas, aprender nuevos nombres, y pensar que el mismo olor a lluvia y la misma Overtura de Bach seguirán allí para cuando vuelva la próxima vez.



